PRINCIPALES VICTORIAS
- París-Roubaix: 1913
- Burdeos-París: 1911
- París-Bruselas: 1909
- Tour de Francia: 1909 - 19 etapas
- Giro de Lombardía: 1908
- París-Tours: 1909, 1910
FRANÇOIS FABER (1887-1915)
El 21 de mayo de 1915, en plena Primera Guerra Mundial, un desconocido llamado Etienne Petit-Chilot escribe una carta dirigida a su madre: “El martes, lo mismo, la misma carnicería, la misma dolorosa impresión. La llanura no es más que una fosa común y el viento nos trae hedores de putrefacción. He pasado por encima del cuerpo de François Faber, el famoso ciclista, crispado sobre su bayoneta. ¡Qué hombre tan hermoso!”
Nueve años antes… Un joven estibador sin ninguna experiencia en el mundo del ciclismo se compra en primavera su primera bicicleta, una Labor, y se inscribe como independiente en el Tour de Francia de 1906. El 4 de julio a las 5 de la mañana toma la salida en su primera carrera, la primera etapa del Tour de Francia. Descubre la montaña subiendo el Ballon d’Alsace, en la tercera etapa, de 416 kilómetros, donde pierde más de once horas. Finaliza la sexta etapa, de 292 kilómetros, comenzada el 15 de julio, siete horas después de cerrarse el último control oficial, hacia las nueve de la mañana del día 16, tras dormir al borde de la carretera, agotado, junto a otros dos independientes, Maxime Morel y George Serès. Tres años después François Faber, integrante del equipo Alcyon, gana el Tour de Francia de 1909.
El león del Flandes, Cyrille van Hauwaert, se impone en la primera etapa del Tour 1909, entre París y Roubaix. Vence al esprint en un grupo de seis ciclistas, que llegan con diez minutos de ventaja. François Faber es segundo, a una bicicleta del belga. En el mismo tiempo llegan Lapize, Blaise, Christophe y el hermanastro de Faber, el independiente Ernest Paul. El primer italiano es Galetti, que, defendiendo los colores malva y negro del equipo Legnano, sólo puede ser noveno. En Arras, a falta de 65 kilómetros para Roubaix, Van Hauwaert y Ernest Paul, que había provocado la fuga, marchan destacados con cinco minutos de ventaja sobre el grupo de los demás favoritos. El belga, sobre su bicicleta azul cielo, hace sufrir a Paul, pero su ventaja se va reduciendo hasta ser alcanzados a pocos kilómetros de la llegada al Parque Barbieux, situado a diez kilómetros de Lille. Más de 50.000 espectadores aclaman a los ciclistas en ese pequeño trayecto... “Ese diablo de François… -dice Van Hauwaert tras cruzar la meta- ¡Es un hombre terrible! Ya no contaba con él, pero ha aparecido de repente, ¡Dios mío! Al menos he podido batirle.”
Los ciclistas toman la salida de la segunda etapa, entre Roubaix y Metz, a las dos y media de la madrugada, para meterse entre pecho y espalda casi 400 kilómetros. Atravesando una lluvia constante, entre discordantes chaparrones, bajo rayos y truenos que atraviesan un frío atenazante, por carreteras embarradas y resbaladizas, el “Gigante de Colombes” desplaza sus 1,78 metros de estatura a una velocidad endiablada, alcanzando una media superior a los 28 kilómetros por hora. Cuando se llevan disputados 90 kilómetros, sólo cinco hombres marchan en cabeza en el control de Cambrai: Faber, Van Hauwaert, el italiano Ganna, Lapize y Blaise. Sesenta kilómetros después, irreconocibles por el espeso barro que les cubre, ya sólo quedan en cabeza Faber y Lapize. En Mézières-Charleville, kilómetro 225, Faber ya lidera la carrera en solitario. Sucesos de todo tipo van minando a sus contrincantes: múltiples caídas, infinidad de pinchazos, salidas o roturas de cadenas, llantas abolladas o colisiones con gansos y pollos van dejando el camino libre para Faber que, con sus ojos quemados por el lodo, pedalea hacia la meta como un enajenado. Ante más de 10.000 espectadores llega a Metz, con su maillot negro y amarillo del equipo Alcyon apenas reconocible, con 33 minutos de ventaja sobre Octave Lapize. Faber, segundo en la primera etapa y primero en la segunda, encabeza la clasificación general con 3 puntos; segundo, Lapize, con 5 puntos; tercero, Van Hauwaert, con 10; Christophe y Garrigou empatan en la cuarta plaza con 12 puntos.
François vence también en la tercera etapa, de 259 kilómetros, con el Ballon d’Alsace situado a 37 kilómetros de la llegada. El clima es infernal y la temperatura es gélida. Van Hauwaert y Faber, compañeros en el equipo Alcyon, se escapan de salida bajo el diluvio. Poco después de recorrer 50 kilómetros, en el control de Nancy, Lapize comunica que abandona. Trousselier permanece allí dos horas y media, lo necesario para cambiarse, calentarse y volver a salir. Más de 30 ciclistas deciden abandonar… Lucien Roquebert, con 19 años y sin un franco en el bolsillo, hace una colecta entre los espectadores para poder tomar el ferrocarril y regresar a su pueblo… En Epinal, a falta de 110 kilómetros para la llegada, Faber ya marcha en solitario después de soltar en un pequeño repecho a Van Hauwaert. El belga, muerto de frío, empapado hasta los huesos, con pronunciadas ojeras, no puede seguir el ritmo de su compañero. Decidido a abandonar, vuelve a salir a la ruta tras ser atendido y vestido. Lapize reaparece sorprendentemente en el control de firmas, tras no culminarse su anuncio de abandono. Aunque en Nancy pudieron convencerle para seguir, llegará a la meta a más de nueve horas y media, después de recuperarse en la cocina de un restaurante en la que, aterido, necesita ser recalentado nuevamente. Garrigou, en una gran remontada que le colocará segundo en la clasificación general, es tumbado dos veces por el viento en la subida al Ballon d’Alsace, en cuya cima, Faber, en medio de una tormenta de nieve que se filtra entre la niebla del mediodía a cuatro grados bajo cero, sólo piensa en finalizar la etapa y entrar en calor.
Faber gana la cuarta etapa, de 309 kilómetros, con final en Lyon. Bajo una persistente lluvia, en otro día horrible y en compañía de Constant Ménager, François se fuga a más de 200 kilómetros de la llegada. Llegan juntos hasta los últimos 60 kilómetros, donde Ménager, víctima de un desfallecimiento, muerto de hambre, se tiene que detener para conseguir las energías necesarias para finalizar la etapa. Faber recorre los kilómetros restantes dándose un baño de masas, pero a la entrada de Lyon una tormenta de lluvia y granizo le complica un poco las cosas. A falta de dos kilómetros para la llegada la cadena de su bicicleta se rompe a causa del barro acumulado entre los piñones, y debe realizar un último esfuerzo pedestre que dará lugar a una de las imágenes más icónicas de la historia ciclista. “No me habléis de la <pedestromanía> ¡Ha sido duro! ¡Maldita sea, me vais a atizar por este asunto! ¡No me importa! En cuanto a la carrera me empiezo a acostumbrar a la soledad. Después de dejar a Ménager, entre comillas duro como la piedra, que se agarraba como una sanguijuela, no se me ha hecho muy largo. Y además tenía confianza y sabía que nadie podría alcanzarme. Con vuestro permiso, voy a abrigarme, ya he tenido bastante lluvia.”
Cubierto de barro, Faber gana la quinta etapa, de 311 kilómetros, con la subida al col de Porte a falta de 20 kilómetros para la llegada en Grenoble. “A pesar de todos mis esfuerzos -dice Faber tras su cuarta victoria consecutiva- no he conseguido descolgar a mis rivales antes de la Chartreuse. Al contrario, bastante antes de Cerdon, al inicio de la etapa, ha sido mi hermano el que se ha ido en fuga. Le he atrapado y me he puesto enseguida a tirar como un loco para distanciarle. Finalmente sólo he podido quitármelo de encima en los 21 kilómetros de la subida al Col de Porte”.
Faber gana la sexta etapa, de 345 kilómetros, su quinta victoria consecutiva, tras atacar e irse en solitario a falta de 16 kilómetros para Niza.
Faber, al finalizar las catorce etapas entre los diez primeros, entrando en doce de ellas entre los tres primeros, logra la victoria final con 37 puntos; Garrigou, segundo, alcanza la cifra de 57 puntos; Jean Alavoine es tercero con 66; Duboc, cuarto con 70; Van Hauwaert es quinto con 92. Con un sol que cae a plomo, los ciclistas son recibidos en el velódromo del Parque de los Príncipes por más de 25.000 personas.
El 11 de abril de 1914 Faber escribe, en un artículo publicado en el semanario La vie au grand air, lo que significaban para él otras carreras en las que también logró imponerse: “Lejos de mi intención está hacer un juicio a carreras de pequeña distancia como la París-Tours, la París-Roubaix o la París-Bruselas. Las he tenido que correr por la fuerza de las circunstancias, sin gran entusiasmo, porque al principio de mi carrera deportiva -que se remonta a 1906- yo tenía ambiciones más altas. Lo que me interesaba era el Tour de Francia, y mi gran deseo era ganarlo. Sólo tomé parte en la París-Tours y en la París-Roubaix en respuesta a algunas críticas que me dirigían, en las que se decía que yo no era lo suficientemente rápido como para vencer en este género de pruebas. Quería refutar estas afirmaciones con un argumento perentorio y tengo la satisfacción de haberlo conseguido, lo que me ha permitido crearme una opinión sobre estás carreras.
“Opinión” puede parecer una palabra muy grandilocuente; sería más exacto decir “impresión”. Y la impresión que tengo ahora es que los hombres de clase, los grandes cracks del ciclismo en ruta no desarrollan en estas cortas pruebas la misma energía que desarrollaban sus mayores. Antiguamente estas carreras se disputaban con un ritmo deportivo muy elevado. Se competían de principio a fin. Los hombres de valor no se reservaban como lo hacen ahora. Demostraban que eran rápidos y resistentes a la vez, justificando así la razón de ser de estas pruebas.
La forma en que se corren ahora transforma de una manera sensible su original fisionomía, alejándose de la intención con la que fueron creadas. Ahora la única preocupación es llegar al esprint final en buen estado. No hay ritmo de carrera, todo se centra en la punta de velocidad de los últimos momentos. Se puede decir que tal y como se conciben ahora, y es algo tácitamente aceptado por todo el mundo, pruebas como la París-Roubaix o la París-Tours quedan totalmente falseadas, su carácter debería ser otro. Falseadas porque esta táctica permite a corredores de segunda clase, o incluso a corredores fuera de forma, llegar hasta el final y otorgarles una ilusión de calidad que en realidad les falta. Estos hombres, que deberían quedarse descolgados, aguantan porque nadie se pone manos a la obra.
Actualmente, salvo raras excepciones, todo el mundo espera. De vez en cuando aparece alguien comprometido que quiere salir de la norma y aumenta la velocidad, pero es un esfuerzo hecho sin convicción, en realidad no constituye una tentativa seria de desmarcarse; no suele ser más que un simulacro, una parodia, y todos, incluidos los menos buenos, siguen su movimiento. ¿No se puede encontrar a nadie para dar a unas pruebas como estas una apariencia de actividad, de vida deportiva?
Casi siempre hay en el pelotón algunos jóvenes corredores debutantes, ávidos de gloria, que se colocan en cabeza y ponen un ritmo loco, pero desgraciadamente sus encomiables esfuerzos no reciben la recompensa que merecen. Y los culpables son, si se me permite decirlo, los diarios deportivos. Cuando estos jóvenes buscan al día siguiente alguna información de sus hazañas, ven que son ignorados sistemáticamente, o casi. Ignorados antes de la carrera, también lo son después. Su esfuerzo no ha servido para nada, o bien ha pasado desapercibido o bien no ha sido comprendido. Entonces llega la decepción, el desánimo, y cuando llega la siguiente carrera el recuerdo de su desilusión, que todavía no ha sido borrado, vuelve a su mente. Ellos se dicen: <¿Para qué volver a empezar? No sirve de nada.> Entonces hacen como todo el mundo, y se limitan a seguir. Cita para el esprint final, ya veremos lo que pasa. Si se hiciese justicia a esos esfuerzos aislados, aunque sea para dar la ilusión de un poco de gloria, veríamos producirlos más a menudo, y eso no sería malo.
Creo firmemente que si los ciclistas de calidad se empleasen a fondo, las llegadas masivas o en pequeños intervalos serían eliminadas. Habría muchas más diferencias de lo que se constata ahora. En principio, y para generalizar esta opinión, estimo que una prueba en ruta, ya sea la París-Roubaix, la París-Tours o la Burdeos-París, incluso el Tour de Francia, debe ser siempre llevada satisfactoriamente. Desde que se da la salida hay que salir disparado hacia la meta, sin que importe lo que te pueda pasar. Si todos los grandes primeros espadas del pedal se sumasen a esta táctica las pruebas tendría una fisionomía más severamente deportiva de lo habitual, y por lo tanto, más constante. Sería el fin de los paseítos de salud de 200 a 300 kilómetros con, como conclusión, un esprint de última hora, banal, de dudosa regularidad, de un significado rebatible, y en el cual el mejor hombre es a menudo batido.
En estos últimos años la París-Roubaix, la París-Tours, han proporcionado la ocasión de adaptar a la ruta la táctica de la carrera de espera aplicada en la pista. La prueba de ruta de pequeña distancia, el medio fondo en carretera, debo poner en relieve, por delante de todo, la cualidad de rodar rápido; la carrera no es larga, hay que hacerla velozmente para ganarla. Así es, así debería ser, el pensamiento de todos los participantes. Pero, lo estamos viendo, pasa justo lo contrario, y el ritmo rápido no es apreciado desde el momento en que sólo se piensa en el final del recorrido. Ahora se trata más de una manifestación pasajera e improbable de velocidad, más que de poner en valor lo que debe ser la velocidad para un rodador, la velocidad sostenida.
Esta es, al menos, mi opinión personal de las pruebas como la París-Roubaix, la París-Tours, etc., y sobre la tendencia actual, cada vez más acusada, de disputarlas cada vez más lentamente.”
Desparecido en combate el 9 de mayo de 1915 en el curso de la Batalla de Artois, cuando su regimiento de la Legión Extranjera Francesa intentaba el asalto al sector llamado “Ouvrages blancs”, cerca de Mont-Saint-Éloi, el cuerpo del cabo François Faber, de 28 años, nunca fue encontrado.